La vida es cruel como la tormenta que persigue al peregrino sin cobijo.
Esa vida cruel nace en la mente insidiosa del enemigo de la felicidad.
El hombre es como la planta que crece en el bosque de la vida donde le rodean hierbas buenas y malas, aquellas que embellecen o afean su entorno personal, virtudes o defectos que tenemos todos.
El bosque está rodeado de montañas y cumbres, algunos atrayentes, otros ásperos y rocosos. Así son las personas con quienes nos encontramos cuando necesitamos de ayuda.
La vida que no es cruel, es dulce, alegre y placentera. Tiene un brillo inigualable que se nota en el rostro de quien la vive.
Pero cuando la tormenta se desata, todo se vuelve oscuro y triste; la planta en vez de fortalecerse, se debilita porque el agua está llena de ácidos que penetran hasta el tuétano. El hombre queda empapado de dolor. La planta tiene dos opciones: o vive o sucumbe. La primera se logra con la fe, la otra, sólo es decir “no puedo más” y murió.
El hombre que ha creído firmemente en Dios, jamás dejará de agradecerle por el regalo que dio a la humanidad, el regalo que siempre está presente y jamás desaparece.
La planta débil mirará al cielo, y verá como poco a poco aparecen los rayos del Sol de Justicia. Jesucristo, lo hizo, lo hace y lo seguirá haciendo mientras el hombre tenga fe y busque el refugio, el cariño y cobijo de Dios.
La vida es entonces, bella, esperanzadora y fuerte. Cuando hay fe, hay poder. La vida es felicidad, es Amor.
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