jueves, 19 de abril de 2007

La fugitiva

Tenía 16 años. A esa edad se fue de su casa. De esa casa de madera en cuyo interior habían algunas camas cubiertas con plumones y piel de oveja, con una cocinilla que era un montículo de piedras y brasas, con una tetera colgando de un alambre. Hacía unos cinco años que su mamá había muerto aquejada por algún cáncer, según contaba después. No la vio morir, no la vio nunca más, pues justo un año y medio antes de que esto sucediera, mientras la niña iba al pueblo con su padre, al cruzar un estero con los pies descalzos, un clavo oxidado se le penetró en el talón. No la llevaron enseguida al hospital comunal para hacerle algun tratamiento, su pierna izquierda se le infectó, y sólo entonces, cuando ya no era capáz de dar un paso más, la llevaron al hospital. Corría el riesgo de perder su pierna y quedar inválida para siempre, pero eso no sucedió. Un día llegó una de sus hermanas mayores, Sofía. Iba vestida de negro. señal de luto. En breves y simples palabras le dijo: "Nuestra madre ha muerto". Y ella solo era una niña de 11 años, verse de repente prácticamente huérfana... Cuántas noches no lloraría esa pérdida, allí en su camilla, rodeada de otros pacientes sin poder gritar por su mamá, solo el silencio era testigo de su dolor, así como la almohada que recibió sin esquiveces sus lágrimas.
Al poco tiemmpo, ya recuperada de su pierna (tuvieron que cortarle el hueso infectado), regresó a su casa. Quedaban algunos de sus hermanos y su papá, José. Entonces ella se convirtió prácticamente en "mamá" de sus hermanitos. Había quedado una bebé como "de tres meses", a quien una pariente la tomó para criarla.
Justo entonces conoce o escucha algo sobre un 'mensaje de salvación', y decidió aferrarse de Dios. Sin embargo, la vida se había tornado dura, tan así de dura para una chica que entra en la adolescencia, sin tener la guía de una madre y sin el mucho afecto y confianza de un padre. No es que don José fuese descariñado, porque por más que sea padre, nunca será como la madre, además no quiso casarse otra vez "para no complicar la vida de sus hijos". Todo ese panorama, mezclado con el vivo deseo de superarse, decidió ir a buscar trabajo en la capital. Pero no sería fácil mudarse. Salió un día, sin avisarle siquiera a su padre. Viajó y viajó, quizás 16 o más horas (hoy es menos), apenas con dos bolsas pequeñas: era toda su posesión en esta tierra.
¿Qué sintió esa pequeña campesina al emprender su vuelo? Una campesina araucana en la metrópoli. Todos alguna vez hemos visto a alguien así. Demosle una sonrisa y si es posible, tendámosle la mano.
El día en que llegó a la ciudad se celebraba un congreso en la iglesia. Ella no conocía a nadie...a nadie. Y nadie fue capáz de hablarle, siquiera para crearle un 'ambiente de confianza'. Calladamente, sintiendo quizás las miradas escrutadoras de unos, o como otros la ignoraban, se fue a sentar en un viejo banco de madera. La noche caía y el frío comenzaba a envolver la ciudad. Pasaron algunas horas y pronto la gente comenzó a irse a sus habitaciones. Ella seguía allí sentada. Cuando entonces una señora, para nada de rica ni con aires de dama ministerial, se le acerca y la saluda. "Esa chica necesita ayuda", pensó para sí. En su casa no había más lugar para alguien, pues ella y su familia eranpobres, de todas formas, pensí que habría alguna manera de cómo arreglárselas y darle alojamiento a la pequeña viajera. No importa si la casa es chica, lo importante es que el corazón sea grande.
Si esa noche la joven campesina no hubiese encontrado una mano dispuesta a ayudarle, como dijo después, al día siguiente se habría regresado temprano a su lugar; pero entonces, todo lo que había soñado, habría quedado perdido en el tiempo, y con seguridad, su vida habría sido otra y no la que tuvo con el correr de los años. Pero Dios no la abandonó, puso en su camino a otras personas tan sencillas como ella, que fueron capáces de abrirle un huequito en su medio para darle el amparo que ella necesitaba en ese momento.
Poco después le ayudaron a encontrar trabajo y sus patronas fueron unas "ancianitas judías", amables y cariñosas que la llegaron a querer como hija. Poco a poco fue surgiendo para convertirse en uno de los brazos fuertes para su familia. La vida para ella nunca fue un juego, sino un reto, donde los aspectos materiales tienen mutua relación con los espirituales.
Cada vez que rememoro esa parte que me contó la sobrina de esta señora, de cuando la chica llegó a la ciudad, sintiéndose como bicho extraño entre la gente que, con toda seguridad, tenía la misma herencia sanguínea de raza, sólo me figuro a la señora que no lo pensó ni dos veces para tenderle la mano en aquella fría noche cercana al invierno. Era otoño... Y la chica campesina de las bolsas que se lanzó al mar de la vida, era mi madre: Carmen Quiñinao Caniuñir.
1 de abril, 2007

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